Antiguamente la médula quedaba en la res, desprovista y a la vista apenas colgando de la canaleta que recorre todo el tren de bife. Fácilmente se sacaba, bastaba tomar uno de sus extremos sueltos y tirar despacito con la mano, acompañando con la punta del cuchillo. No siempre llegaban a las carnicerías las medias reses con la médula. Algunas si y otras no. Ahora por ejemplo ( y por reglamentación) ya no lo permiten.
La médula está envuelta en una tela que bien podría ser la piel vieja de una serpiente. Tiene por fuera la apariencia de una tripa seca, en cambio, por dentro su tejido es blanco como la espuma pero de cuerpo untuoso.
La jornada de la mañana por aquellos tiempos terminaba con los almuerzos colosales en casa de mi abuela Carmen, evocados ahora a la distancia los veo como una ceremonia o un ritual entre abuela y nieto.
Ella vivía detrás de donde teníamos el local en donde funcionaba la carnicería. En ese mismo local mi abuelo Mendaz había tenido almacén, muchísimo tiempo atrás.
Ahora mismo recorro ese pasillo que unía la casa de mi abuela con el local. Lleno de macetas con malvones y rayitos de sol. No voy sólo, llevo conmigo una bolsita con un bife ancho y unos 20 o 30 cm. de médula para mi almuerzo.
Cocinar a este simpático remanente no era tarea fácil. La culebra cremosa que sacaba con mis propias manos de la media res se dejaba acomodar en la plancha, por otras manos más diestras y longevas, entre el bife ancho que ocupaba el centro y los bordes acanalados. Ese era su espacio.
¿Por qué digo que no era tarea fácil? Porque cuando el hierro fundido de la plancha estaba en su máximo volumen, la médula comenzaba a contonearse con estertores amenazantes, saltando y crujiendo, soltando chispazos que mi abuela amortizaba con la tapa de una pequeña olla, usándola como escudo contra las chispas, mientras que con su tenedor la domaba defendiendo la soberanía de su plancha.
El bife también se retobaba, se arqueaba justo ahí, donde está el nervio y había que cortar para que se vuelva a acostar eludiendo los chispazos.
Luego de dejar la bolsita y a mi pequeña abuela preparando el almuerzo, volvía a la carnicería. Hasta las 13hs más o menos, hora en que cerrábamos para hacer la siesta y volver a abrir a las 17hs.
Para cuando me sentaba en la mesa y prendía la tele, más exactamente cuándo Maxwell Smart comenzaba su periplo de atravesar puertas hasta llegar a las oficinas de Control donde lo esperaba el jefe (y hablo del Súper agente 86 por si caben dudas), la médula ya era un animal inerte, manso, domado y abatido por una gallega de setenta y pico de años que lo único que quería era darle el gusto a su nieto.